En el libro de los Salmos, el Rey David enseña que: “El principio de la sabiduría es el temor a Di-s”. De este versículo -como también de otros proverbios de los sabios tales como “donde no hay sabiduría no hay temor”- se desprende una equivalencia entre jojmá (“sabiduría”) e irá (“temor al cielo”). El Talmud va más allá y enseña que “Tres cosas son equivalentes entre sí: temor al cielo, sabiduría y humildad”. Los comentaristas talmúdicos conocidos como Tosafot, explican que esto significa que una persona no puede alcanzar una sin las otras dos, no hay temor al cielo sin jojmá, no hay jojmá sin temor al cielo y ninguno de los dos sin humildad.
Esto significa que cuando somos temerosos del cielo cultivamos jojmá (o sea coaj má, que el auto desinterés). La auto gratificación y el ensalzamiento propio son las raíces más sutiles del pecado. La jojmá, por otra parte, requiere humildad, que sólo se logra con la autocrítica. Cuando reflexionamos regularmente sobre nuestro comportamiento con un ojo crítico, estamos evitando caer en la complacencia y las justificaciones.
La verdadera concreción de lo anterior está en cumplir con el dicho de los sabios: “Entrega a El lo que es Suyo, porque en definitiva tú y todo lo que te pertenece son Suyos”.
Como también lo afirmó el rey David: “Porque todas las cosas provienen de Ti, y de lo Tuyo te hemos devuelto”. Este es el máximo desinterés, cuando reconocemos que Di-s es el medio y el fin, El es todo y nosotros somos nada.
En resumen, como se prescribió previamente, la autocrítica no es un fin en sí mismo, sino un medio para servir a los demás. Su propósito es disolver el ego antes que fortalecerlo, crear dadores en vez de receptores. Pero la autoexploración sólo por sí misma puede degenerar en autoindulgencia, lo que fomenta centrarse en uno mismo en vez ser generosos. Reflexionar sobre uno mismo sólo es productivo según nuestra habilidad de vencer al ego. Aquellos que se esfuerzan más allá de su capacidad de auto desinterés pueden acabar magnificando sus tendencias neuróticas en vez de eliminarlas. Este es un balance peligroso y delicado.
La autorreflexión honesta profundiza nuestra capacidad de ser compasivos, sensibles a las necesidades del prójimo. A medida que nos concientizamos de nuestra propia inclinación hacia el egoísmo y la justificación aparentemente racional de nuestros actos, nos arrepentimos de ellos y peleamos contra esto descubriendo así diferentes caminos para sobreponernos de manera tal que podamos compartirlo con los demás. Entonces nos volvemos un “compañero de viaje” en vez de un dedo acusador. Las palabras que provienen desde un lugar de semejante humildad son endulzadas con compasión antes que aguzadas con una acusación y por esta razón penetran en el corazón del receptor y lo influencia positiva y productivamente.