EL REDENTOR ANÓNIMO

Los nombres decaen en el duro exilio

hasta que como una semilla en la tierra brota la redención

El nombre de esta porción de la Torá, Shemot (שְׁמוֹת) significa “Nombres”. Sin embargo, aparte de la lista inicial de Iaacov y sus hijos que bajaron a Egipto no se mencionan otros nombres propios hasta el final de la parashá. Faraón es el nombre genérico de todos los reyes egipcios, sin embargo, en esta porción incluso a él se le llama generalmente “Rey de Egipto”.

Los sabios nos enseñan que los nombres de las parteras, Shifrá y Puá, son sus seudónimos profesionales y no sus verdaderos nombres como afirma Rashi,

Shifrá (שִׁפְרָה) es Iojeved, [llamada así] porque ella mejoraba (מְשַׁפֶּרֶת, meshaperet) al recién nacido, y Puá (פּוּעָה, Puá) es Miriam, porque ella llamaba la atención (פּוֹעָה, puá) del recién nacido, y le hablaba y murmuraba como hacen las mujeres para calmar a un bebé que llora.

Cuando nace el niño destinado a ser el redentor de Israel no se revelan los nombres de los miembros de su familia. El versículo dice de forma anónima: “Un hombre de la casa de Levi tomó a una hija de Levi”. El nombre Moshé tampoco se menciona explícitamente. Cuando sus padres ya no pueden esconderlo su madre [sin nombre] lo coloca en una canasta y su hermana [sin nombre] se queda junto al río para ver qué le sucede. La hija del Faraón [sin nombre] lo saca del agua “Y ella lo llamó Moshé”. Por fin alguien tiene un nombre en esta historia anónima.

El Midrash nos enseña que el Pueblo Judío mereció la redención de la esclavitud egipcia porque,

No cambiaron sus nombres. “Reubén” y “Shimón” descendieron a Egipto y “Reubén” y “Shimón” ascendieron. No llamaron a Reubén “Rufus” y no llamaron a Shimón “Luliani”, ni a Iosef “Listim” ni a Benjamín, “Alexander”. 

Parashat Shemot describe el trabajo duro y la miseria que sufrió el pueblo judío a manos de los egipcios. Quizás el pueblo judío en Egipto ocultó su identidad por temor a ser castigado por los esclavistas. De igual manera Miriam se quedó “lejos” para cuidar a su hermanito en el río. Además de vivir con constante temor, estar exiliados en un ambiente hostil y sufrir la esclavitud en condiciones infrahumanas erosionan la personalidad de una persona. En nuestra generación también los desalmados que perpetraron las atrocidades del Holocausto deshumanizaron a sus víctimas despojándolas de su identidad.

Lo que hay en un nombre

Para comprender más profundamente el significado de la no identidad debemos percatarnos del valor de tener un nombre.

Cuando los padres dan un nombre a su hijo, así nos enseñan los sabios, los inspira una chispa de profecía. Sin saberlo, la elección de un nombre define la vocación y el destino de su hijo en el mundo. Los sabios a menudo interpretan los nombres de los personajes bíblicas según sus actos, como se mencionó anteriormente en el Midrash con respecto a Shifrá y Puá. Nosotros también llegar a comprender en cierta medida nuestra propia misión en la vida al meditar en nuestro nombre judío y en los personajes bíblicos y talmúdicos que lo llevaron antes que nosotros.

Mientras el pueblo judío se tambaleaba bajo la pesada carga del exilio perdió de vista su identidad. La angustia de la esclavitud oscureció la memoria de su destino nacional, pero sin embargo nunca rechazaron sus nombres hebreos. Una semilla se descompone en la tierra y cuando parece que no hay esperanza de supervivencia, se abre camino hacia el cielo un nuevo brote verde de vida. Y fue así que cuando el espíritu del Pueblo Judío había sido casi borrado brotó el redentor de la tierra egipcia. “He aquí un hombre cuyo nombre es Tzemaj [צֶמַח] y de debajo de él brotará [יִצְמַח]”. El nombre del Mashiaj es Tzemaj (צֶמַח), que significa “planta”. El nombre del redentor brota de un desierto árido desprovisto de todo nombre. Mashíaj (מָשִיחַ) es una permutación de las palabras “un nombre vivo” (שֵׁם חַי, shem jai); cuando el pueblo judío despierta de su letargo en el exilio también cobran vida los nombres judíos.

El Jasidut nos enseña que la “descomposición” experimentada en el exilio es la anulación del ego. La total anulación permite que florezca una definición nueva y refinada de la individualidad. Los nombres de los Hijos de Israel cuando ascendieron desde Egipto eran los mismos nombres con los que descendieron, pero sin embargo después de someterse al proceso de refinamiento en el horno de hierro egipcio se les infundió una nueva vitalidad.

Almas sin nombre

Un nombre es tan inherente a la personalidad de un individuo que es imposible concebir a alguien sin un nombre. Pero en la esencia del alma hay un punto que no tiene nombre. En este punto no hay un destino predestinado, “[el Pueblo de] Israel no tiene mazal [destino]”. Allí, el alma es una “parte integral de Dios arriba” no identificable. En general somos incapaces de experimentar este punto de Divinidad desnuda en nuestras almas, porque sale a la luz en momentos de gran autosacrificio cuando estamos preparados para entregar no solo nuestra identidad sino también nuestra propia existencia por una causa que está más allá de nuestra comprensión. En ese momento cuando anulamos nuestras identidades nuestro nombre se recrea con una definición nueva y refinada.

Cuando el Faraón decretó que todos los recién nacidos varones debían ser arrojados al Nilo el pueblo judío estuvo al borde de perder toda esperanza. El padre de Moshé, Amram, se divorció de su esposa Iojeved para evitar perder más hijos por la crueldad del Faraón. Debido a que Amram era un líder todo el pueblo hizo lo mismo y se divorció de sus esposas. Entonces su hija Miriam (מִרְיָם) que nació en la amargura (מְרִירוּת, merirut) del exilio se dio cuenta de que la separación de sus padres fue un acto de desesperación: “¡El decreto del faraón es solo para los recién nacidos varones, pero tu decreto afecta tanto a niños como a niñas!” reprendió a su padre. Posteriormente Amram se volvió a casar con Iojeved y de su reunión nació Moshé. El autosacrificio en la diseminación del Pueblo Judío en este momento de terrible peligro se hace evidente por la ausencia de sus nombres en la Torá.

Una vez que nació Moshé la raíz Divina del alma judía colectiva comenzó a brillar, como la luz que apareció después de la oscuridad de la creación: “Ella [Iojeved] vio que [Moshé] era bueno”, el redentor había llegado para iluminar las tinieblas del exilio.

El Faraón decretó: “Todo niño varón será arrojado al agua”, pero confiada en la compasión de Dios Iojeved colocó a Moshé en una canasta en el Nilo: “Coloca tu carga sobre Dios y Él te proveerá”. Al entregar nuestras almas a la compasión de Dios merecemos la redención. Todo esto ocurre mientras Moshé permanece sin nombre, antes de que su alma descienda desde ese punto anónimo aferrado a lo Divino.

Cuando la princesa egipcia sacó a Moshé del agua lo sacó de su estado de inexistencia, y fue entonces que ella le dio su nombre a Moshé. Cuando lo leemos a la inversa Moshé (מֹשֶׁה) es “el Nombre” (הַשֵׁם). Al igual que la noche de insomnio de Ajashverosh en el Rollo de Ester, este fue el momento en que hubo un giro de 180 grados en el Cielo, y el Pueblo Judío brotó de la cultura egipcia que amenazaba con destruirlo. En la práctica en ese momento nada cambió, permanecieron esclavizados en Egipto sin señales de redención inminente durante otros ochenta años(!). No obstante, justo en ese preciso instante estaba dando comienzo la era de la redención.

El exilio egipcio comenzó con una dinastía de faraones sin nombre que oprimieron al pueblo judío en un intento de eliminar toda señal de sus nombres e identidades. Una opinión de los sabios afirma que la redención final estará marcada por una dinastía de reyes mesiánicos justos quienes todos son llamados “David”.

Será Mashíaj quien revele el punto oculto de autosacrificio en el alma de todo judío, de donde emergerá revitalizado con un nombre nuevo-antiguo: “David Melej Israel jai vekaiam”, “¡David el rey de Israel vive y existe!”

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