La irrupción de Peretz, y de quienes siguen su camino, surge de una entrega personal. El rey David —décima generación de Peretz— transforma esa entrega en responsabilidad y la irrupción en una acción impulsada por la sensación de necesidad.
Es justamente esta combinación la que traerá al Mashíaj, el “hijo de los que irrumpen” (“ben Partzi”), sobre quien está dicho: “El que irrumpe subirá delante de ellos”.
✡️ El Mashíaj hijo de David también es llamado “Ben Partzí” — “hijo de los que irrumpen”.
Él desciende de la estirpe de Peretz, hijo de Iehudá, de quien, diez generaciones más tarde, nació el rey David. Sobre él está dicho:
“El que rompe avanzará delante de ellos; ellos romperán, pasarán la puerta y saldrán por ella; su rey pasará delante de ellos, y HaShem a su cabeza” (Mijá 2:13).
Para alcanzar la redención verdadera y completa, es necesario romper los límites de la realidad y llegar a la “heredad sin fronteras”:
“Y te extenderás al oeste, al este, al norte y al sur” (Génesis 28:14).
Sin embargo, el impulso de ruptura que comenzó con el “abuelo Peretz” adquiere un nuevo rostro en David HaMelej y en Mashíaj ben David.
De la entrega a la responsabilidad
Naturalmente, una ruptura santa (peritzá de kedushá) brota de la entrega personal del que irrumpe: está tan consagrado a la causa que está dispuesto a atravesar cualquier barrera que impida avanzar. Esta ruptura suele ir acompañada de una expansión del “yo de santidad”, del servicio a Dios con la amplitud de “caminaré en lugares espaciosos” e incluso del “su corazón se elevó en los caminos de HaShem”.
Así fue la irrupción de Peretz: una fuerza arrolladora, sin frenos, desde el mismo momento de su nacimiento.
Pero David ya es rey de Israel, y sobre sus hombros recae el peso de la responsabilidad. No en vano abre sus últimas palabras con:
“Oráculo de David, hijo de Ishai, oráculo del hombre que fue elevado, el ungido del Dios de Jacob, y dulce cantor de Israel” (2 Samuel 23:1).
Él es “el hombre elevado” que actúa desde una aceptación del yugo —el yugo de su misión y la responsabilidad sobre todo el pueblo.
Esta aceptación puede y debe ser alegre, llena de placer y gozo, al saber que se cumple la voluntad divina; pero siempre se siente en ella la obligación ante Aquel que está por encima, y la necesidad de actuar.
David traduce la entrega en responsabilidad y, desde ahí, incluso su ruptura —con todo el “placer” que encierra romper los límites— deja de ser una opción voluntaria para convertirse en una ruptura necesaria, exigida por la realidad.
Ruptura y teshuvá
Sobre la expresión “el hombre elevado”, los Sabios enseñan que David “estableció el yugo de la teshuvá para cada individuo”, es decir, que todo judío puede hacer teshuvá por sus pecados gracias a la teshuvá de David.
La ruptura de David está impulsada por un sentido de urgencia, no sólo por su responsabilidad nacional sino también por su vivencia personal de “y fui humilde ante mis propios ojos”. Justamente por esa humildad HaShem lo eligió para reinar.
David siente su pequeñez, su falta, su vacío interior —“nada tengo de mí mismo”. A pesar de todos sus logros, su vivencia existencial es: “No he hecho nada; estoy muy lejos de la meta a la que debemos llegar, y todo lo alcanzado es un regalo del Cielo” (como lo expresa: “Porque todo viene de Ti, y de lo recibido de Tu mano te hemos dado”).
Desde esa sensación, percibe los límites de la realidad cerrándose y siente la necesidad de romperlos.
Un movimiento sin descanso
El yugo de la responsabilidad y la vivencia de vacío existencial producen una actitud correcta hacia cualquier logro:
el reconocimiento de “si estudiaste mucha Torá, no te atribuyas el mérito, porque para eso fuiste creado”, y sobre todo, la insatisfacción con el presente y la búsqueda constante de la meta final de la Gueulá.
A quien actúa como voluntario, incluso con la máxima entrega, le es difícil evitar la sensación de atribuirse mérito: ha hecho más de lo exigido, merece reconocimiento, y por tanto es “natural” descansar y disfrutar de lo logrado.
En cambio, el yugo de la responsabilidad transforma la ruptura en un movimiento continuo, incansable, hasta llegar a la auténtica y completa redención.




