LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
es un proceso continuo y en desarrollo, que se extiende desde el nacimiento hasta el matrimonio (como mínimo…).
Una observación profunda en la lectura del Shemá nos enseña sobre la transición educativa esencial que ocurre con el Bar o Bat Mitzvá, en el paso de la niñez a la adolescencia.
Escrito por: Itiel Giladi
La tarea de la educación es incesante. “Así como ponerse tefilín cada día es un precepto de la Torá para todo judío… de igual manera, es una obligación absoluta para todo judío dedicar al menos media hora diaria de reflexión acerca de la educación de sus hijos”. Y del mismo modo que está prohibido apartar el pensamiento de los tefilín durante el día, también está prohibido apartar la mente de la educación en el resto del tiempo.
Una buena educación equilibra de forma correcta el amor y el temor, entre “la izquierda que rechaza y la derecha que acerca”, entre la cercanía y el vínculo afectuoso, y la disciplina y los límites. Sin embargo, con el desarrollo y crecimiento del niño, también cambia el carácter de la educación y el modo en que se equilibran internamente el amor y el temor. El cambio más significativo se da en el paso del educando de “pequeño” a “grande”, un cambio que ocurre en el Bar o Bat Mitzvá. Por un lado, el niño adquiere discernimiento y se vuelve responsable de sus actos; por otro lado, el padre o la madre continúan acompañando su crecimiento —al menos hasta su matrimonio— y la responsabilidad educativa que recae sobre ellos es grande y nada sencilla.
La educación previa al Bar Mitzvá está insinuada en el primer párrafo del Shemá, donde “las enseñarás a tus hijos y hablarás de ellas” aparece antes que “y las atarás como señal en tu mano y serán como frontales entre tus ojos”; es decir, la educación antes de la colocación de los tefilín. En cambio, la educación posterior al Bar Mitzvá está insinuada en el segundo párrafo del Shemá, donde “y las ataréis como señal en vuestra mano y serán como frontales entre vuestros ojos” precede a “y las enseñaréis a vuestros hijos para hablar de ellas”; es decir, la educación después de la colocación de los tefilín. (En ambos párrafos, al final, se menciona la mezuzá, que alude al establecimiento de un hogar fiel en Israel).
En la educación temprana, el padre o la madre hablan palabras de Torá y el niño escucha y repite, y esas palabras quedan grabadas en su alma. En la educación más avanzada, el padre enseña al joven con una explicación interna, hasta que él mismo comienza a “hablar de ellas”.
En la edad temprana, el vínculo emocional que se proyecta al niño está lleno de amor y cercanía. Sin embargo, el control de los padres también incluye el uso de fuerza coercitiva, e incluso el castigo cuando es necesario, para guiar al niño y hacer cumplir los límites. El padre sonríe y abraza, pero también sostiene la disciplina mediante el temor al castigo. En el Bar Mitzvá, el padre bendice: “Bendito Aquel que me ha liberado del castigo de este [hijo]”, es decir, se libera de la obligación de aplicar castigos educativos. A partir de ese momento, no se puede depender de la coerción ni del castigo; se necesita una explicación profunda que haga que el joven sienta amor por la Torá y despierte en él una identificación interna (aunque el temor al castigo, en esta etapa, se traslada a su relación personal con el Cielo, al volverse responsable y sujeto de castigo divino). En la relación con la figura paterna, sin embargo, se enfatiza más el respeto: ya no es solo un padre compasivo, incluso indulgente, sino un guía que debe ser tomado con la seriedad correspondiente.
En lo profundo, más allá del crecimiento individual de cada niño, hay también un proceso intergeneracional de maduración, en el que la educación en general se ha vuelto más adulta. Si en generaciones pasadas el versículo “el que ahorra el castigo odia a su hijo, pero el que lo ama lo corrige temprano” se interpretaba de forma literal, en las generaciones actuales la vara del castigo ha desaparecido, y existe una tendencia a dialogar con el niño “a su altura”, esperando su comprensión y su identificación (amor), así como su asunción de una responsabilidad madura (temor). Hoy, ese versículo se interpreta como una exigencia para que el padre ayude a su hijo a descubrir su propia “vara”, es decir, la raíz de su alma, de modo que pueda crecer siguiendo el camino que le es propio.




