IMAGINA PURIFICAR LA IMAGINACIÓN

Torat HaNefesh– Psicología Jasídicia

¡IMAGINA! PURIFICAR LA FACULTAD DE IMAGINAR

Vivimos en la era de la pantalla. Casi de la noche a la mañana, desde el momento en que la luz del primer proyector de cine comenzó a iluminar la pantalla de cine, el cine ha eclipsado casi por completo la literatura, la filosofía, la poesía y el teatro.

En los años siguientes, las pantallas han llegado a dominar cada rincón de nuestras vidas. Desde los televisores que se posicionaron estratégicamente en el centro de nuestras salas de estar hasta los teléfonos inteligentes que todos tenemos en la palma de la mano, las pantallas se han convertido en el equivalente tecnológico de las antiguas hogueras tribales alrededor de las cuales nuestros antepasados ​​escuchaban las historias que moldeaban su entendimiento del mundo.

¿Cómo debemos entender el giro brusco que ha dado nuestra cultura desde el texto a la imagen?

Las pantallas se nutren con imágenes. ¿Qué lugar ocupan las imágenes en nuestra psique?

Como siempre, nuestro mejor punto de partida es la palabra hebrea para imagen, dimui (דִּמּוּי). Esta palabra, junto con sus hermanas demut (figura) y dimaión (imaginación), derivan de la raíz hebrea de dos letras d-m, dalet-mem (דָּם). Esta raíz tiene un significado por sí misma: “sangre-dam”.

¿Qué significa esto? En pocas palabras, parece sugerir que el papel que desempeñan las imágenes en nuestra psique es de algún modo similar al de la sangre. Así como el sistema circulatorio de la sangre es la base de toda nuestra existencia biológica, suministrando a cada órgano las sustancias esenciales para su funcionamiento, también nuestras imágenes mentales sirven como infraestructura psicológica de nuestra alma.

Debajo de todas nuestras elevadas ideas, pensamientos abstractos y deliberaciones morales, yace el rico y silencioso suelo de nuestras imágenes psíquicas, que nutre todo lo que está sembrado en él. Es a través de la lente de las imágenes de las que nos empapamos, que evaluamos nuestras vidas y elegimos nuestros próximos pasos. ¿Dónde estaríamos sin una imagen del futuro ideal al que aspiramos, una imagen de quién queremos llegar a ser, una imagen de cómo es el éxito, etc.?

Y, sin embargo, ha ocurrido algo extraño. Aunque ninguna persona en su sano juicio se atrevería a dejar que un extraño con intenciones dudosas le inyectara sustancias desconocidas en el torrente sanguíneo, eso es precisamente lo que hace la gran mayoría del mundo moderno cuando se trata del alma.

Millones de nosotros acudimos a salas de cine a oscuras, nos sentamos a los pies de pantallas gigantes y permitimos que grupos de completos desconocidos viertan en nuestras almas litros y litros de imágenes vívidas y conmovedoras – imágenes cuyo origen y contenido nunca hemos evaluado. Incluso vamos más allá y hacemos lo mismo con nuestros hijos, dejándoles (por no decir abandonándoles) frente a la pantalla de casa durante horas y horas. Hacemos todo esto sin conocer a los creadores a quienes confiamos nuestras almas, ni la naturaleza de sus motivaciones.

Esto nos obliga a plantearnos la posibilidad de que tal vez no seamos tan lúcidos como creemos. Al igual que sucede con el sistema circulatorio, nuestra imaginación puede ser clara y saludable o turbia y enferma. Si las imágenes que absorbe nuestra alma provienen de una fuente sagrada y refinada, son puras y limpias. Sin embargo, si provienen de fuentes no rectificadas, si se inspiran en los estratos inferiores del espíritu en lugar de los superiores, si están cosidas, a lo Frankenstein, a partir de mitos y leyendas variados de dudoso origen, entonces nuestra imaginación está contaminada y enturbiada. Podemos ser grandes eruditos, repletos de una enorme cantidad de conocimientos, datos y perspectivas recopiladas en todo el mundo, pero si el terreno de nuestra imaginación no está clarificado y cultivado, nunca comprenderemos profunda y verdaderamente lo que creemos saber.

Esto parece ser exactamente lo que le ha sucedido a la generación de la pantalla. Desde una edad temprana, estamos inundados de imágenes tras imágenes – naves espaciales, gánsteres, criaturas míticas, bailarinas de cancán, samuráis, cigarrillos, animales de dibujos animados – pero todas ellas están dispersas en nuestra psique como si fueran desechos, sin ningún diagrama de flujo que las organice, ubique o clasifique.

Una de las palabras hebreas que derivan de la raíz d-m es dimdumim, “crepúsculo”. Por eso, podríamos decir que vivimos en el ocaso del alma.

¿Qué se puede hacer cuando la sangre está tan contaminada? En la antigüedad, la práctica habitual era la sangría. Hoy en día, es más habitual introducir sangre fresca en el cuerpo, estabilizándolo y equilibrándolo poco a poco. En el caso de la sangre del alma, nuestra imaginación, la sangría es imposible, y quizás incluso indeseable. Por lo tanto, la solución es, en efecto, una transfusión: debemos encontrar una fuente de imágenes claras y buenas para aclarar nuestro mundo de imágenes y reavivar nuestra imaginación de una manera adecuada y purificada.

El Talmud relata que la serpiente en el Jardín del Edén no sólo sedujo a Eva para que comiera del Árbol del Conocimiento, sino que también “implantó impureza” dentro de ella[1] – le inyectó un veneno ponzoñoso que ha estado hirviendo a fuego lento en la sangre de la humanidad desde entonces.

Existen muchas opiniones sobre qué deseo representa la serpiente: ¿el deseo sexual? ¿el impulso a la idolatría? ¿el ansia de comida? Uno de los más grandes maestros jasídicos de todos los tiempos, Rabi Najman de Breslov, ofrece una interpretación nueva y sorprendente que es particularmente relevante para nuestra generación: la serpiente corrompió la facultad imaginativa (coaj hamedamé) del alma.[2] Enturbió y contaminó nuestro mundo de imágenes, llenándonos de imágenes burdas y distorsionadas. De hecho, lo primero que hizo la serpiente fue inculcarnos una autoimagen inflada con su promesa de que “seréis como Dios”.[3]

Esta interpretación clarifica la continuación del midrash talmúdico, que describe que hubo un único momento en la historia del pueblo judío en que su sangre fue limpiada de la impureza de la serpiente: cuando estuvieron al pie del Monte Sinaí y recibieron la Torá. De alguna manera, la revelación de la Torá purificó el confuso mundo de imágenes en sus receptores, aunque fuera sólo momentáneamente.

La explicación de esto es que la Torá presentó, por primera vez, una alternativa a las prácticas religiosas imperantes en la época, que giraban enteramente en torno a los ídolos, es decir, a figuras tangibles con rasgos faciales definidos. La creación de un ídolo es un acto de negación de la maravilla que yace en el núcleo de la existencia, un intento de confinar en la forma lo que no se puede captar. Ésta es la raíz de la corrupción de la facultad imaginativa.

En cambio, la Torá fue la primera en proclamar la existencia de un Creador único y oculto detrás de todos los fenómenos naturales, y prohibió la realización de “cualquier imagen tallada o cualquier semejanza”.[4]

La purificación de la facultad imaginativa duró poco tiempo. Cuarenta días después de la entrega de la Torá, cuando parecía que Moisés se demoraba en regresar de la montaña, los israelitas volvieron a caer en la trampa de la idolatría y construyeron el Becerro de Oro. En efecto, según el midrash, la idea de que Moisés se demoraba no era más que el producto de una imagen falsa: el satan vino al pueblo de Israel y les mostró “una imagen de oscuridad, confusión y desorden, diciendo: ‘Moisés ha muerto seguramente, y por eso ha llegado la confusión al mundo’”.[5] Además, el valor numérico del término hebreo para “Becerro de Oro”, Eguel HaZahav (עֵגֶל הַזָּהָב) es exactamente igual el de “la facultad imaginativa”, koaj hamedamé (כֹּחַ הַמְדַמֶּה). El Becerro de Oro encarna, más que cualquier otra cosa, la imaginación corrupta revestida de una forma idolátrica.

Aunque la purificación de la facultad imaginativa que produjo la Torá fue temporal, el hecho mismo de que haya ocurrido nos enseña que la Torá es el medio por el cual podemos renovar y clarificar nuestro mundo de imágenes. De hecho, una capa entera dentro de la Torá, la agadá o capa de la tradición, está dedicada a construir un mundo sagrado y rectificado de imágenes. Las agadot forman un rico tapiz de historias, leyendas y metáforas cuyas semillas iniciales están plantadas en las historias de la Biblia, pero de las que desde entonces ha florecido un vasto vergel de historias, expansiones, adiciones, e interpretaciones.

La sección de la agadá de la Torá debe estudiarse como cualquier otro tema de la Torá o del Talmud, con profundidad y diligencia. Además, la tradición judía de interpretar la agadá no se detiene en encontrar la moraleja general o el mensaje detrás de las leyendas; también examina cada detalle de las imágenes de la historia.

En parábolas no judías como las Fábulas de Esopo y otras similares, la elección de símbolos – por ejemplo, el zorro y la cigüeña, etc. – no tiene importancia real. Son meros adornos que ocultan la moraleja de la historia. No es así en la tradición judía, donde la imagen, el símbolo e incluso la redacción exacta son esenciales para descifrar la historia en cuestión. Detalles que pueden parecer marginales a primera vista se revelan, al examinarlos más a fondo, como que contienen una gran cantidad de significados internos.

La tradición de la agadá ofrece una perspectiva que se sitúa fuera del torbellino de imágenes de la cultura contemporánea, incluidas las del cine, y nos permite entenderlas, organizarlas y clarificarlas. Nos proporciona un punto de referencia con el que podemos evaluar cualquier imagen – ya sea la imagen de un héroe, un monstruo, el amor romántico, la tragedia o cualquier otra cosa que podamos imaginar – y nos permite captar su naturaleza, limpiarla de sus distorsiones y buscar su esencia pura. Después, podemos tejer nuevas historias utilizando las mismas imágenes, pero reorganizándolas de modo que su significado se clarifique y rectifique.

(Aquí, una vez más, debemos mencionar a Rabi Najman de Breslov, quien fue el único individuo de su generación que tomó las imágenes del folclore europeo y creó historias completamente nuevas a partir de ellas, conectándolas con el servicio a Dios en su libro Sipurei Ma’asiot MeShanim Kadmoniot , “Cuentos de tiempos antiguos”).

Al limpiarnos del veneno de la serpiente rectificamos el pecado de Adán. Restauramos nuestra forma original, fiel al llamado de lo que la humanidad estaba destinada a ser. De hecho, la palabra “Adán” (אָדָם) está formada por las letras d-m (דָּם), “sangre”, con la letra alef (א) precediéndolas. Esto sugiere que la dimensión plena del ser humano se compone de un nivel de “carne y sangre” sobre el cual debería residir una alef: el reconocimiento de la única fuente divina de la que fluyen la multitud de imágenes y a la que deben retornar y dirigirse.[6]

Sería fructífero examinar las dos palabras principales que hemos estado usando en su versión hebrea: “pantalla”, masaj (מָסָךְ), y “película”, seret (סֶרֶט), tal como se reflejan en la imagen del espejo de la Torá.

La palabra hebrea masaj proviene de la raíz m-s-j, que significa “verter”, “cubrir” y también “libación”. Una de las palabras derivadas de esta raíz es masejá, que significa “máscara”, posiblemente porque las máscaras se hacían originalmente a partir de metales fundidos que se vertían sobre un rostro o molde para cubrirlo (de hecho, la palabra en inglés “mask”, española “máscara”, deriva del hebreo masejá).

Ahora bien, resulta interesante que masejá sea una de las palabras que se utilizan en la Biblia para referirse a las imágenes idólatras: “No os haréis dioses de fundición [elokei masejá]”.[7] Resulta que, de alguna manera misteriosa, la cultura cinematográfica moderna está relacionada con los ídolos de la era bíblica. De hecho, la primera vez que aparece la palabra masejá en la Torá es en la creación del Becerro de Oro, el epítome de la degeneración de la facultad imaginativa: “E hizo de ello un becerro de fundición [egel masejá]”.[8]

Se podría decir que las pantallas de hoy son las reencarnaciones modernas de los dioses de masejá de antaño. Nos miran desde todas las direcciones como templos al costado del camino, ofreciendo promesas brillantes de felicidad y abundancia, atrayendo la mirada y cautivando el corazón. De los ídolos está escrito: “Tienen ojos, pero no ven; tienen oídos, pero no oyen… Aquellos que los hacen serán como ellos, y también todos los que confían en ellos”.[9] De la misma manera, los dioses de la pantalla modelan a sus espectadores a su propia imagen, proyectando gradualmente sobre ellos expresiones huecas, semejantes a máscaras. Esto es especialmente cierto para la generación más joven, que por un lado “tiene ojos” – sus ojos han visto todo, más que cualquier generación anterior a ellos – pero, por otro lado, precisamente por esto, “no pueden ver” – sus ojos están embotados para percibir cualquier cosa, y se vuelven indiferentes y apáticos.

La palabra hebrea seret (película) es moderna, pero su sonido es idéntico al de un verbo antiguo que aparece varias veces en la Biblia y que significa “rasguño”, “corte” o “incisión”. Aparece en los versículos “No se harán cortes en su carne por los muertos [seret la-nefesh][10] y “No se harán cortes en su carne [isretu saratet] ”.[11]

La idea que surge de la yuxtaposición de estos términos afines es que demasiadas películas desgarran metafóricamente nuestro corazón. De hecho, el término “carne” en ambos versículos también puede entenderse en el sentido de un “corazón de carne”, un término que aparece en el libro de Ezequiel como lo opuesto a un “corazón de piedra”:[12]

Esparciré sobre vosotros aguas puras, y seréis purificados; os limpiaré de todas vuestras impurezas y de todos vuestros ídolos.

Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.

El corazón de carne desgarrado por demasiadas películas negativas lo cicatriza y lo endurece, convirtiéndolo en piedra. Frente a este destino sombrío, la profecía de Ezequiel promete que existen “aguas puras” capaces de reanimar el corazón y hacerlo latir de nuevo.

En la era de la pantalla, la mayor revolución que podemos iniciar es la de elevar nuevamente el libro. De hecho, esa es la revolución que proclamamos cada vez que levantamos el rollo de la Torá en la sinagoga. Este acto humilde desafía a la era tecnológica. Declara con valentía que la pantalla no puede redimirse a sí misma, y que la cultura visual no puede entenderse a menos que se la mire a través de los ojos de los eruditos que han profundizado en la palabra escrita.

De hecho, volver a conectar con los textos sagrados nos permitirá regresar a los medios visuales desde una posición más rectificada. Los sabios dicen que “en el futuro, los príncipes de Iehuda enseñarán Torá públicamente en los teatros y circos de Roma”[13]. A primera vista, esto parece significar que los teatros romanos se convertirán en grandes salas de estudio y, en lugar de representaciones, se impartirán allí lecciones de Torá. Pero podemos proponer una interpretación más audaz: que esos mismos “príncipes de Iehuda” representarán obras y dramas en estos teatros; obras y dramas cuyo contenido y espíritu emanarán de la Torá y se convertirán en parte de ella, hasta el punto de que serán considerados estudio de la Torá en todos los sentidos.

La idea de que los teatros romanos serán reconvertidos al uso judío se alinea con el midrash que dice que el mismo día en que Jeroboam hijo de Nabat erigió dos becerros de oro como alternativa al Templo de Jerusalén,[14] Rómulo y Remo construyeron las dos primeras cabañas de Roma.[15] El Imperio Romano – reino de imágenes idolátricas externas y contundentes y madre de la cultura occidental moderna – extrajo su poder, por así decirlo, de la adoración del becerro judío. Por lo tanto, su rectificación debe venir a través de la rectificación del pecado del becerro de oro dentro de nosotros, refinando nuestra facultad imaginativa hasta que podamos producir obras sagradas.

La encarnación moderna de los antiguos teatros y circos romanos son los cines de hoy en día (los cines tradicionales son los “circos” que proyectan las películas más comerciales, populares, y los cines de arte y ensayo son los “teatros” que exhiben películas más serias). Si en nuestra generación surgen dignos “príncipes de Iehuda”, podrán cumplir la profecía de los sabios y, bajo la inspiración del Libro de los Libros, crear “películas de películas”: películas sagradas que enseñen la Torá de una manera tangible y vivencial.

“Y por los profetas seré imaginado.”[16] A partir de palabras adecuadas e inspiradas, la facultad de la imaginación puede rectificarse y revelarse de nuevo. Ahora es el momento de volver a las palabras sagradas, hojearlas, estudiarlas, compararlas e interpretarlas. En lugar de dejarnos inundar por imágenes externas, debemos elevarnos por encima de ellas, verlas desde fuera y clarificarlas. Cuando nuestra sangre vital psíquica se haya limpiado y nuestra imaginación purificado, las imágenes fluirán de nuevo de nosotros como profecías.[17]

Y después de esto, Yo derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones.


[1] Shabat 146a

[2] Likutei Moharan 1, 25:5

[3] Génesis 3:5

[4] Éxodo 20:4

[5] Rashi sobre Éxodo 32:1.

[6] La palabra dam, “sangre”, tiene el mismo valor numérico que golá, “exilio”: el mundo expansivo de las imágenes es el exilio en el que todos nos encontramos. Coronar la Alef (א) sobre el dam (דָּם) dentro de nosotros, no sólo nos transforma en adam, sino que también eleva el golá- exilio a geulá -redención.

[7] Éxodo 34:17

[8] Ibid. 32:4

[9] Salmos 115:5-8

[10] Levítico 19:28

[11] Ibid. 21:5

[12] Ezequiel 36:25-26

[13] Basado en Meguilá 6a

[14] 1 Reyes 12:26:33

[15] Véase, por ejemplo, Shir HaShirim Rabá 1:41

[16] Oseas 12:11

[17] Ioel 3:1.

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