Es axiomático en el judaísmo que con el progreso de los tiempos, cada generación que se va alejando del momento de la entrega de la Torá, se encuentra en un nivel espiritual inferior a la que le precedió. La inmensa revelación Divina que se introdujo en la conciencia colectiva del pueblo judío en el monte Sinaí, se fue diluyendo más y más con el transcurso del tiempo. Esto nos fue dejando progresivamente menos perceptivos de la penetración de la maldad dentro de nuestra mente subconciente, por un lado, y menos capaces de combatirla, especialmente en sus formas más sutiles, por otro lado. Entonces, con el avance de la historia se cambió gradualmente el énfasis en el proceso personal de autorefinamiento del judío a través de desarraigar directamente su maldad interior (cosa que podía lograr fácilmente porque había menos maldad en él y porque era sicológicamente más fuerte para la tarea), por simplemente ignorarla (de momento que está atrincherada en su interior y no es suficientemente sano para darle batalla directamente).
Así, por un lado nos encontramos en el fondo de un largo y prolongado descenso desde las alturas espirituales que nuestra nación experimentó en el monte Sinaí, asediados por una mayor oscuridad, males internos y ansiedades que cualquier generación de judíos anterior a la nuestra. Por otro lado el inminente amanecer de la redención ya nos está elevando hacia nuestra más encumbrada personalidad, y entonces sentimos el poder del orden mesiánico corriendo por nuestras venas. Este llamado a la acción, si bien temperado por una prudencia madura, nos envalentona para enfrentar el mal de una manera que las generaciones previas estaban acertadamente reticentes a encarar.
De momento que somos capaces de hacerlo, se transforma en nuestra responsabilidad, porque el advenimiento del Mesías depende de la liberación de las chispas de bien atrapadas dentro del mal. Entonces, la revelación del mal dentro nuestro para transformarlo en bien se vuelve no solo algo de nuestro máximo interés, sino también nuestro deber sagrado.
El poder que el mal tiene sobre nosotros, haciéndonos pecar, es el poder de la ilusión. Ninguna persona inteligente hace adrede e intencionadamente cosas que lo perjudican. La persona consiente pecar, sólo cuando se ha convencido (u otros lo convencieron) de que ese pecado en particular no lo va a dañar, o que lo va a hacer en forma temporaria, o que el perjuicio va a ser superado ampliamente por los beneficios que brinda. Probablemente en la mayoría de los caso, el mal triunfa porque convence a la persona de que es para su mayor beneficio, y aún su máximo beneficio sucumbir a sus tentaciones. El placer ofrece tales promesas de éxtasis sublime, que nos quedamos convencidos de que puede mejorar inconmensurablemente nuestras vidas.
Posteriormente, sin embargo, la realidad nos golpea y admitimos para nuestra desason que hemos sido embaucados. Esta tentación fue un embuste; el alza fue sólo momentanea, y al despertar nos quedamos con sentimientos de bajeza y traición de mal gusto. Hay dos caminos para reaccionar a semejante apercibimiento. A partir del remordimiento por haber dado ese negligente paso en falso, la persona puede resolver no cometer otra vez semejante error.El temor a traicionar a Di-s (y a la Divinidad dentro de sí mismo) lo motiva a identificar y resistir la próxima vez las tácticas del mal. Ahora que se ha elevado a un nivel de conciencia de Di-s en que es claro que sus faltas previas fueron resultado de que ha sido engañado, ha transformado efectivamente esos pecados intencionales anteriores en involuntarios. De haber sabido entonces lo que sabe ahora, nunca hubiera pecado; por consiguiente, la única razón por la cual pecó es porque actuó bajo el influjo de una ilusión. Nunca tuvo la intención de causar el efecto que de hecho ocasionó el pecado.
En un nivel más profundo, la persona puede mirar retrospectivamente el pecado que ahora deplora y considerar cuál fue el motivo que lo hizo sucumbir. El modo en que el mal lo indujo a cometer el pecado fue prometiéndole algún estímulo o emoción, alguna ráfaga de exuberancia, penosamente ausente en su opaca vida. De momento que Di-s es la fuente de toda vida verdadera, la maldad se disfrazó de santidad y entonces fue tentado por sus tretas; la promesa de que Di-s estaba en el pecado fue lo que lo llevo a cometerlo. El mal jugó con el deseo innato en cada judío de conocer a Di-s de la manera más completa posible. El contexto de la estratagema fue por cierto malo, pero su germen fue la chispa de divinidad en su interior. Cuando una persona tiene éxito en aislar la sagrada semilla de su contexto malvado, puede centrar su atención en ella y ver qué fascinación tiene para él.
Por ejemplo, digamos que una persona está acechada por un complejo sicólogico que podríamos llamar “pasión por viajar”. Sueña constantemente en dejar a su esposa y su familia y viajar alrededor del mundo explorando sitios pintorescos y subyugantes. Constantemente lo obseciona el pensamiento de hacer esto, no dejándolo concentrar en nada ni nadie más, forzándolo a gastar hasta su último centavo en revistas de turismo, y desperdiciar hora tras hora viendo programas de viaje.
Ahora, si observamos más de cerca la vida de este individuo, podemos ver que se encorsetó a sí mismo en una existencia de ardua labor, dejando escaso, sino nada de tiempo para el relax o la expansión. El primer paso debe ser entonces dejarlo que salga de viaje una o dos veces al año si lo desea.
Sin embargo, aparte de esto podemos rescatar del fondo de este mal la necesidad legítima de estímulo y entusiasmo que hace la vida desafiante e interesante. Di-s quiere que nuestra relación con él sea tanto disciplinada como inspirada, regular y espontánea. Acaso cuando esta persona se topa con una idea interesante en sus estudios de Torá, la que le gustaría seguir o investigar, se deshace de su pensamiento diciendo: “No tengo tiempo para esto, tengo que terminar primero las obligaciones diarias de estudio que me fije, y luego tengo que procurar también sustento para mi familia”. O quizás no se permite concentrar en la plegaria como podría, por temor a perder trabajo (durante la semana) o por dejar esperando a su familia (en shabat). Se niega la emoción de dejar que su imaginación lo lleve a reinos inexplorados de su propia personalidad o de su relación con Di-s y el mundo.
Tal persona ha ahogado un aspecto de su personalidad por razones nobles. Sin embargo, estas facetas de su alma claman por su atención. Si no se le permite al alma obtener lo que necesita en un contexto saludable y santo, generará urgencias que conseguirá en otros contextos. Negándose una salida santa para sus urgencias legítimas de estimulación, las ha forzado a aflorar en caminos destructivos. La solución podría ser aquí asignar un tiempo para sí mismo, para seguir el sendero por el que su alma Divina desea conducirlo de cuando en cuando.
Así, más allá de la primera reacción de nunca más, la respuesta profunda es aislar el germen de bien dentro del mal, y reorientar la búsqueda desde su contexto dañino hacia uno de santidad. El mal sirve entonces como motivación para buscar y revelar a Di-s de una manera más intensa que lo que la persona pensaba antes de haber pacado. Cuando una persona hace esto, ha efectivamente trasnformado sus pecados intencionales en méritos. A causa del pecado, procura a Di-s y lo ama en un nivel superior que como lo hacía antes.
Cuando alejarse del pecado está basado en el temor a sus concecuencias, vivimos en una atmósfera de amargura y paranoia. Cuando está basado en la transformación del mal, vivimos en un ambiente de alegría, amor y perdón.Originalmente, describimos el proceso terapéutico como uno en el que cada etapa era un incremento en el consentimiento renuente de la necesidad de enfrentar el mal interno. El ingreso a la etapa siguiente se debía al fracaso de la etapa anterior por deshacerse del problema. En cambio, en el contexto que acabamos de describir cada paso nos acerca al objetivo final: dejar al descubierto el mal oculto en todos sus significados y su transformación en bien. Así cada etapa sucesiva es una fase preparatoria que nos conduce a la próxima, como vamos a describir en el capitulo siguiente.