El pecado del becerro de oro divide a la Parashat Ki Tisá en dos partes: antes del pecado y después del mismo.
A primera vista, parecería que el pecado arruinó todos los planes de Dios. Todo iba tan bien: el Éxodo de Egipto, la partición del Mar Rojo, la columna de fuego y la nube, y el agua de la roca hasta que los milagros llegaron a su clímax con las voces y relámpagos en el monte Sinaí cuando Moshé ascendió hasta Dios. Sólo había que esperar. Un poco más de paciencia y nuestra relación con Dios se hubiera consumado de la mejor forma posible. Pero, entonces los Hijos de Israel arruinaron todo y en el agudo imaginario de los sabios se volvió como: “Una novia miserable que traicionó a su novio bajo el palio nupcial [en lugar de esperar por él].” Parece que el pecado del becerro de oro destrozó la gran revelación del Mt. Sinai en pedazos hasta que no quedó nada…
De hecho, el pecado del becerro de oro parece ser otro frustrante error en una serie de errores históricos que comenzaron con el pecado de Adam en el Jardín del Edén. ¿Por qué es que todo se arruina en el momento más crítico?
Sin embargo, desde otro punto de vista, nos podemos preguntar: ¿acaso esto es realmente una mera desviación del programa original de Dios? Los sabios revelan que en realidad esto no es así. Dios tiene un plan que está más allá de lo que es evidente para nosotros, y hasta caer en el pecado tiene un propósito. El Talmud afirma que “El pueblo judío no eran dignos de ese acto.” Por su parte, eran perfectamente capaces de superar la inclinación al mal, pero “el Todopoderoso decretó un decreto celestial que la inclinación los supere “, para darle voz a los que deseen arrepentirse. “Obviamente, esto no anula nuestra libertad de elección (y por eso los pecadores merecían castigo por sus actos), pero aquí estamos echamos un vistazo al gran programa de Dios que hizo rodar la trama de tal manera que pequemos (a través de nuestra propia libertad de elección).
Así, la explicación de los sabios del becerro de oro y sus implicaciones “para darle una voz a aquellos que deseen arrepentirse”, nos enseña a no pensar que estamos perdidos para siempre una vez que caímos en el pecado. Antes de pecar, se podría pensar que sólo hay dos opciones: o eres justo o malvado, ahora podemos entender que hay una tercera opción: puedes haber pecado, pero ahora puedes arrepentirte.
Habiendo comprendido esto pasemos ahora a la dimensión interior de la Torá para comprender los acontecimientos de Parashat Ki Tisá desde una nueva perspectiva. ¿Por qué el nivel alcanzado por medio del arrepentimiento es tan grande que a veces el pecado es imperativo (desde la perspectiva de Dios)?
Romper la unidad
Empecemos desde el acto que expresa el pecado y sus efectos más que ningún otro: cuando Moisés vio el pecado “Tiró él las tablas de sus manos y se hicieron añicos al pie del monte.” La clave es que las tablas se hicieron añicos. De hecho, el santo Arizal nos enseña que en la más profunda dimensión espiritual, toda la creación es un gran proceso de rotura y rectificación. Al principio, cuando la enorme luz Divina trata de descender y manifestarse en recipientes hay una gran explosión -los recipientes se rompen, las luces desaparecen, las chispas caen, mundos enteros son destruidos y surge el caos hasta que se crea el Mundo de la Rectificación. La descripción de la ruptura de los vasos es tratada en profundidad en la Cabalá, hasta en los más mínimos detalles – pero nos bastará con la explicación general mencionada en el Jasidismo, que la ruptura es necesaria para “saltar de la unidad a la diversidad”.
Esto significa que Dios es uno –como proclamamos dos veces al día- por lo tanto su revelación inicial está completamente unificada. Como la luz blanca pura en el cual no se percibe ningún color en individual, la unidad es una gran luz que no puede ser contenida dentro de una multitud de recipientes.
Sin embargo, nuestro mundo es todo lo contrario de la unidad: tiene una tan grande diversidad y detalles que es probable aquí nos podemos olvidar que todo tiene un origen. En algún punto en el medio, entre la luz Divina y nuestro propio mundo, ocurre una inconcebible transición. Es un salto cuántico entre la unidad y la diversidad, una transición después de la cual nada volverá a ser como antes.
Para generar este salto cuántico, debe ocurrir una destrucción (similar en cierto modo a la fisión atómica). Esta rotura es por cierto una gran catástrofe, un trauma que permanece en el basamento del mundo, y la diversidad inicial que resulta niega por completo la unidad. Pero, el objetivo es llegar a un estado paradójico de diversidad donde se pueda experimentar la diversidad.
La ruptura puede ilustrarse con una alegoría de la relación profesor-alumno. Imaginemos un gran rabino, un sabio ilustre que desee impartir su sabiduría a su joven estudiante cuya capacidad mental está a mundos de distancia de la mente del profesor. Dentro del maestro la sabiduría es profunda y maravillosa, y la experimenta como una gran luz que todo lo abarca.
Sin embargo, no hay manera de que el alumno sea capaz de integrar la sabiduría del rabino y comprenderla sin que el rabino divida (o rompa) su sabiduría en pequeños pedazos. De esta manera, el estudiante puede comenzar a estudiar e integrar poco a poco la gran luz de la sabiduría de su maestro en la medida de su capacidad. Si el proceso es exitoso, el estudiante logrará llegar a un entendimiento de la perspectiva de su maestro y sentir la gran inteligencia que se cierne sobre todos los diminutos detalles.
Desde la disolución al arrepentimiento
Ahora vamos a volver a la Parashat Ki Tisá. La revelación en el Sinaí fue el cénit de la unidad: “Como un sólo hombre con un sólo corazón” el pueblo judío llegó al Mt. Sinai. Al responder al Todopoderoso, todo el pueblo exclamó al unísono: “Haremos y escucharemos”. Se detuvieron al pie del monte Sinaí como “un reino de sacerdotes y una nación santa.”
De hecho, todo el mundo participó en esta experiencia y todo el mundo permanecía en absoluto silencio cuando Dios habló. Esta unidad es sin duda apropiada para los justos: “Vuestra nación son todos justos.” Al igual que los ángeles ministradores que cantan en un coro gigantesco “juntos son todo santidad”.
Pero, después que la gran luz de los Diez Mandamientos descendió sobre el pueblo, su unidad comenzó a resquebrajarse, como se subraya en la descripción de la Torá del acto del becerro de oro “se sacaron sus anillos dorados de la nariz… la nación entera cayó con sus dorados anillos nasales.” La extracción de los anillos de la nariz con el fin de crear el Becerro de Oro no fue sólo un acto de quitarse las joyas, sino un colapso y decadencia. La aparente unidad que experimentaron mientras bailaban alrededor del becerro de oro fue un alarde de falsa unidad, del tipo que encubre un ambiente general de libertinaje, donde cada individuo busca satisfacer sus propios deseos y concupiscencias. Con las festividades alrededor del becerro de oro, la nación se había roto en diminutos fragmentos. Cuando Moshé bajó de la montaña, oyó sonidos disonantes que venían del campo y al ver la magnitud de la caída rompió las tablas, lo que refleja la ruptura catastrófica de la unidad de la nación.
Para librarnos de los efectos del pecado del becerro de oro, Moshé nos reveló la posibilidad de arrepentirnos, incluso después de un pecado comunal tan gravel. Pero el mundo después del pecado y el arrepentimiento ya no era el mismo. Al principio estábamos en un mundo de unidad, el mundo de los justos, y ahora hemos experimentado la transición a una realidad fragmentada, el mundo de las personas que buscan arrepentirse, cada uno con su propia carga especial, cada uno con su propia sombra de color.
¡Pero, oculta dentro de esta diversidad hay una chispa de la unidad! Nuestros sabios nos enseñan que, en el Arca de la Alianza, junto con las dos nuevas tabletas de piedra que Moshé trajo después bajar del Sinaí, yacen los fragmentos de las primeras tablas. La ruptura les había dado un nuevo significado. No era sólo una caída no planificada, sino “un descenso en aras de ascenso”, que dio como resultado una innovación que nunca había habido antes: la capacidad de contener la unidad dentro de la diversidad.
De hecho, tras el becerro de oro Moshé descubrió el momento adecuado para hacerle una solicitud excepcional a Dios: “Muéstrame Tus senderos.” Dios cumplió y reveló Sus Trece Atributos de Misericordia. Ahora podemos entender por qué la revelación de trece atributos de Dios vino en ese momento en particular. Porque, precediendo al pecado sólo sabíamos de la unidad de Dios y no sus atributos detallados. Pero ahora, después de la transición desde la unidad a la diversidad podemos percibir el manejo de Dios sobre el mundo bajo una nueva luz. En vez de decir solamente: “Dios es uno”, ahora podemos describir a Dios a través de Sus trece atributos de Misericordia, a través de los cuales se manifiesta su enorme unidad singular, revelándola así en todos los detalles en este mundo. Esta idea es muy bellamente ilustrada por la guematria de la palabra “uno” ( אחד ), que es ¡13!
Al igual que con el profesor y su alumno, surge una nueva faceta de la sabiduría después de la ruptura, que antes no era en absoluto evidente. Incluso el profesor se sorprende por la variedad de detalles que logra recabar de la luz inicial general, y del hecho de que los nuevos detalles en realidad revelan un aspecto más elevado de la unidad de la sabiduría. Este también es el beneficio que se obtiene a partir de la ruptura de las primeras tablas. Después del pecado del becerro de oro, los caminos de Dios y Sus atributos son revelados a nosotros y la Torá que recibimos nuevamente se divide en una maravillosa riqueza de detalles como dicen los sabios “dijo Dios a él [Moisés], no te apenes por las primeras tablas, porque ellas no eran más que los Diez Mandamientos, pero con las segundas tablas te doy las leyes, el Midrash y las homilías.” Como en el verso de Iov “El te dijo todos los misterios de la sabiduría, porque [ahora] hay dos veces más en ella”. El nuevo mundo revelado después del pecado contiene el doble de sabiduría, ya que la unidad se ha puesto de manifiesto en la diversidad.