¿Quién no quiere ser joven por siempre? A muchas personas no les gusta que un rostro anciano les devuelva la mirada en el espejo. Luchan contra sus arrugas y sus canas y sueñan con la fuente de la eterna juventud. Abraham, sin embargo, nos enseña mucho sobre la juventud y la vejez.
Abraham es el primer anciano de la historia. Es cierto que muchas personas vivieron vidas muy largas antes que él, pero el adjetivo “viejo” aparece primero en la Torá con respecto a Abraham: “Y Abraham era viejo, venido en días”.[1] Los sabios dicen que, hasta Abraham, no hubo tal cosa como ser anciano. El envejecimiento no cambiaba la apariencia de uno. “Hasta Abraham, no había vejez, y una persona que quería hablar con Abraham, hablaba con Itzjak (que era idéntico a Abraham). Abraham vino y pidió misericordia y hubo envejecimiento”.[2]
Hay algo bueno en poder discernir las diferencias en las edades y en el estatus de una “edad de oro”. La vejez permite relacionarse con la experiencia vital de una persona, con la sabiduría que da el haber visto y experimentado los altibajos de la vida. La vejez atrae respeto, que sin duda merece, “Y honrarás el rostro del anciano”.[3]
[1] Génesis 24:1
[2] Sanhedrin 107b
[3] Levítico 19:32